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Llámame Monse

Si yo fuera Dios / y tú me pidieras mi vida / quieres saber lo que haría / fijate lo que te digo, escucha, mira / que sin dudar ni un momento / te juro por mí, te juro por Dios / que te la daría (Yosi)

Estudiar en un colegio salesiano ofrece algunas ventajas. Fomenta la imaginación, para camuflar los pecadillos en el confesionario. Si robas en las tiendas de chuches, escoges al cura más viejo y dices muy rápido “me peleé con mi hermano, dije palabrotas, discutí con mi madre y de los mandamientos, el siete”. Avemaría, dos crucecitas y a correr libre de culpa camino otra vez de la tienda.
También tiene una salida laboral de futuro, si le coges afición a eso de ser monaguillo. Por mi casa aún hay una foto de cuando encabecé la procesión de María Auxiliadora, con polito de pico, llevando el incienso. Veinte años intentando hacerla desaparecer y ella librándose milagrosamente de la quema.
Te hace más fuerte, por las continuas peleas entre niños y más salío, porque rezas por ver a una chica. Descubres antes para qué sirven los atributos masculinos que Dios te ha dado y vuelves a desatar la imaginación con qué le habrán puesto a las chicas, esos seres inhóspitos que salieron de una costilla, lo que hacía preguntarme de cuál huevo había salido la gallina.
Y es muy válido también si, ya una vez currando, necesitas infiltrarte en una congregación religiosa y pasar desapercibido. Nos desayunamos una mañana con que De la Vega iba a “revisar” los privilegios que tiene la Iglesia, comenzaba la cruzada socialista. La llamada de la agencia en los madriles no se hizo esperar. “¡¡Queremos a Amigo Vallejo antes de que cante el gallo¡¡”. “¿Vivo o muerto?”, pregunté a los histérica mafia que siempre iba con bullas. Despúes de la campaña que le hicimos para que fuera Papa de Roma, me había ganado la confianza de algunas personas cercanas al cardenal arzobispo de Sevilla, así que me chivatearon por dónde iba a pasearse esa mañana.
Iba a visitar con los obispos de todas las diócesis andaluzas las obras de la Iglesia de El Salvador. Blanco y en fumata, me dije, y salí corriendo a hacer guardia hasta que llegasen los prelados. Casi tres horas estuve, ayudó que en el sitio las cervecerías estaban abiertas, cuando al fondo de la plaza adiviné la llegada de la misiva apostólico romana. Ya había engatusado al parroco, el difunto Juan Garrido, con que iba a hacer un reportaje de lo bien que estaban quedando las obras de la iglesia, y entré como san pedro por su casa.
Mis plegarias imploraban que hubiera cogido el día libre el hermano Pablo, mano derecha del cardenal y voraz inquisidor de periodistas. Pablo, pegado a las faldas del cardenal desde que de crío perdió a sus padres, era el protector de la inmaculada espalda del arzobispo y no dudaba en engancharte por el brazo, hasta que salían moratones, cuando de repente entre la maraña de grabadoras se alzaba una voz, siempre la mía o la de mi compañero de sección, que preguntaba por la eutanasia, el matrimonio homosexual, el trasvestismo, la pedofilia de los sacerdotes y otros temas de inminente excomunión.
A Amigo Vallejo le caíamos en gracia, lo sé, se reía y contestaba, que no es poco entre la jerarquía eclesíastica, y estuve seguro de que si me quisiera casar en la Catedral, iría en la lista antes que las infantas. Aunque mejor dejarlo, tendría que ser con una sevillana y la mitad de mi familia no vendría. Total, le caíamos tan bien, que hasta se rió el día que le puse la grabadora en la boca cuando estaba repartiendo las hostias, obsesión que teníamos con sus declaraciones.
«¿Y tú que haces aquí?, interrogó Pablo nada más reconocerme. “Reportaje de iglesia”, alegué orgulloso como el que tiene inmunidad parlamentaria. Y todo fue divino, con mi casquito de obra entre huesos de muertos que nadie conoce y piedras por los subterráneos de la iglesia, preguntando a cada cura qué le parecía lo de los rojos, «hay que ver con los ateos éstos, van a ir todos al infierno», y dándome la vuelta de incógnito para apuntar en el cuaderno.
El primer susto me lo llevé cuando me llamó el obispo de Huelva, difunto también. “Hermano”, escuché antes de darme la vuelta sintiéndome ya crucificado, «¿sería tan amable de anudarme los cordones, que estoy fatal del reuma”, y allí que me arrodillé muy serio cual beato. Pero fue a mitad de visita, en mi acercamiento al obispo de Córdoba, cuando éste me delató dejando a la vista al fariseo. “¡Usted es periodista¡”, blasfemó en toda mi cara antes de que apareciera de entre las sombras el hermano Pablo para iniciar el juicio final al desalojado. Para cardenal, el que me llevé en el brazo.
Hoy el Papa Benedicto ha nombrado a Juan José Asenjo como arzobispo adjunto de Sevilla, para que vaya facilitando el relevo de Amigo Vallejo cuando éste falte. Ignoro si el chivatazo de entonces, esa profunda demostración de protección al cardenal, ha llegado a oidos del Santo Padre y ha influido en la decisión de nombrarle su sustituto, el coadjutor que se llama.
A pesar del esfuerzo de Asenjo, la noticia con las declaraciones de los obispos andaluces, incluido el cardenal y a excepción del de Córdoba, lanzando improperios contra el Gobierno, acaparó páginas de todos los periódicos, incluido la sección de Sociedad de El País, un terreno inexpugnable hasta el momento. Mi particular Código da Vinci desembocó en una subida de sueldo, aunque limosna sería el término correcto.
Fuera como fuese, la relación con monseñor Amigo Vallejo, monse para los amigos, no varió y siguió contestando agradable a nuestras preguntas sobre todo tipo de perversiones humanas y mundanas, y así sigue haciéndolo. Al fin y al cabo, también los periodistas somos hijos de Dios, del dios Baco claro.