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La gathica

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Tenía que hablar con ella. Danzaba en medio del bar rodeada de melenudos y chicas con aspecto de haber salido de una tumba media hora antes. Era su grupo y la jaleaban por alguna razón que se me escapaba desde mi posición privilegiada en la barra del bar. Mis amigos hablaban de algún tema que para mí había perdido interés desde que ella entró por la puerta y me fijé en la diadema plateada que atravesaba su larga melena oscura. Su sonrisa brillaba en medio de un círculo de vestimentas negras que contrastaban con la palidez de las pieles. Ella era la luz.
Acercarme no iba a ser sencillo. Así de primeras era consciente de la dificultad de hacerme el simpaticote en un grupo de góticos. Quizá no volviera a ver amanecer. Y de segundas, estaba en Donosti, donde hablar con alguien que no sea de tu cuadrilla es igual de complicado que disparar al Papa. Pero me encantan los desafíos, cuanto más enrevesados, mejor. Soy de ésos a los que le dicen “a que no tienes güevos de…” y antes de terminar la frase el toro está mirando a un tío que se le acerca en calzoncillos diciéndose “que no tengo güevos yo, que no tengo güevos yo…”.
Ella seguía a lo suyo, ajena a que un vampiro de incógnito maduraba cómo acecharla. Me fijé en sus amigos. Ellos eran muy delgados, con el pelo lacio cubriéndoles la cara, uñas pintadas y por lo general, pinta de haber intentado hasta el último momento convencer al portero de que el cuervo podía entrar con ellos, que apenas mordía a nadie. Algunas de ellas llevaban collares de pinchos, arañas de plástico o redecillas que, a algunas, las encorsetaban como a un morcón tenebroso. Imagino que hay muchos tipos de góticos, ella a simple vista era una recién llegada al mundillo porque sólo se adornaba con una corona.
Pensé en qué grupo me encuadraría, a mí o a mis amigos. Me hubiera gustado pertenecer algunos años a alguna tribu urbana, pero los chicos de pueblo lo tenemos más complicado. Vemos con más frecuencia a nuestras abuelas y eso complica los pasos iniciales. Me pasó cuando me puse un piercing en la ceja. Salía a la calle temeroso de que a ella se le hubiera ocurrido dar un paseito y pudiera encontrármela en cualquier esquina. Como pasó más de una vez, me convertí en un auténtico velocista en quitarme la argolla con dos dedos en un simple movimiento de centésimas. Ella nunca preguntó por qué a su nieto mayor le caía un hilito de sangre de la ceja cada vez que lo veía por la calle.
Durante los tiempos de facultad me catalogaron con los hippies, pero entiendo que más bien fue porque no cuadraba en el grupo dominante de los pijos. O eras de uno o de otro, y a mí me tocó ser hippie porque mi ropa parecería del mercadillo.
Había pasado casi una hora de fina observación cuando decidí que había llegado el momento. El primer intento fue infructuoso. Justo cuando me hacía hueco entre el grupo, ella cogió la puerta que tenía detrás y fue a hablar por el móvil. Me quedé a medio camino entre dos sombras. Una de ellas me miró, pero no sé si me vio porque llevaba lentillas blancas con las que parecía que le habían quitado los ojos de las cuencas. Ante el cuadro siniestro que se presentaba, di dos pasitos atrás. Mis amigos habían visto la jugada y se apresuraron a intentar convencerme de que desistiera y no volviera a acercarme.
Pero los chicos de pueblo pensamos que detrás de cada fachada hay una persona, aunque en este caso parecieran que estaban más cerca del patio de los callaos que de otro sitio. Así que cuando ella volvió, me acerqué de nuevo, pero el grupo ya se había dado cuenta de que un intruso quería entrometerse y afilaban colmillos dispuestos a beber sangre. Mereció la pena, porque ella por primera vez reparó en mi presencia y advirtió que ese chico temerario, con camiseta de rayas azules estilo marinerito, estaba dispuesto a dejar su vida en el intento.
Sólo una vez se retiró del grupo, para ir al baño, y a la vuelta, apostado en una viga del bar como si fuera el poste de un muelle, la estaba esperando. Di dos pasos hacia delante y cuando la tenía a mi altura la saludé con un saleroso “adiós, mi reina” que la hizo mirar hacia arriba para conocer al rumboso autor de semejante piropazo. Me encontré con la mirada de un gato, unos ojos claros, como amarillos, una gata-gótica que me soltó algo en euskera que no acerté a comprender, no supe si un “gracias, majete” o un “anda y que te coma una gárgola”. Intuía que debajo de esa imagen arisca, vivía una gathica deseosa de caricias. Sólo había que atreverse a acercarse.