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Sopa de letras

Hoy me han regalado un libro. Creo que de poesía. Ni siquiera era para mí, era un regalo del Parlamento a algunos de los asiduos. La pegatina ponía ‘Para Fernando Pérez Monguió, SER’. Una chica de prensa piensa desde hace meses que soy Fernando. Eso me ha dicho, y dice que cuando ha hablado de mí, era creyendo que era Fernando, y al revés, que si le hablaban de Fernando pensaba que era yo. Y así puso la pegatina, tanto monta, monta tanto. El libro lo he dejado en casa ajena.
Dice Francisco Brines, que hoy ha recogido el IV Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada, que la poesía «nos ayuda a vivir mejor, educa y afina la sensibilidad para percibir el goce y experimentar el dolor».

No sé como ando de sensibilidad, pero no sabría entrevistar a un poeta. ¿Qué le pregunto? Gracias a Dios no me tocó ninguno en mi etapa en la que sólo hacía informaciones de agencia sobre libros. En casi un año, leí un par de ellos e hice unos 500 teletipos de escritores. Mi antecesor me dijo que era así y así lo aprendí yo.

Claro que mi antecesor, amigo, en la entrega de premios del Fernando Lara de Novela, acaparó la atención del barbudo Lara Bosch en el momento de dar a conocer al galardonado. El concepto cena de gala relajada y periodista de agencia estresado no casan bien por naturaleza. Eran las 12 de la noche y al decir el magnate dueño de Planeta el nombre del ganador, mi compañero saltó de bote en bote ante la mirada de los presentes preguntando que quién era ésa, a un clik de mandar el avance a todo el servicio nacional. “Espera”, le tranquilizaron en la mesa, “es el pseudónimo”. Vale, vale. Y el Lara Bosch: “y la ganadora es Zoe Valdés”. De nuevo se escuchó: “¡¡y quién coño es ésa¡¡”. Sólo tenía que mirar un par de mesas adelante.

El mismo Lara Bosch que, al siguiente año, y tras terminar la rueda de prensa horas antes de la entrega de premios, me dijo guasón: ¿no sabía yo que venía prensa extranjera? “Sí, del Gualchenfungen sueco, picha”, le dije. Por la noche me saludó y pensé que me iba a sacar a bailar (no sé quién haría de Bella y quién de Bestia).

Pero fui a mejor. Recuerdo la canción del Cádiz que me cantó Juan Luis Cano, el rubio de Gomaespuma. José María Íñigo me aconsejó que si quería ser algo en el futuro como periodista estudiara árabe, como sus hijas. Joaquín Almunia, ya eurodiputado y olvidado su fracaso como candidato del PSOE, se comió todas las pastitas de chocolate que nos pusieron en el Hotel Colón, y yo sin desayunar mientras lo miraba. Juan José Millás me dijo que sería un gran periodista, y todo porque tuve la «objetividad» de poner a Aznar y al PP a caer de un burro tras el libro de Nevenka.

Me reí con Izaguirre. Me aburrí con Aute. Comí sopa en mayo con Berlanga en la Feria del Libro. Bebí vino con el vividor de Ian Gibson. Me enamoré de Asha Miró en cinco minutos y especulamos sobre cómo serían nuestros hijos, a medio camino entre Rota y Nueva Deli. Envidié a Sánchez Dragó, por su mujer china. Quise ser de mayor o cuando sea como Ibáñez, que me regaló un dibujo de Mortadelo y Filemón que me devolvió a cuando era niño. O como Ayala, al que le pregunté que le parecía lo de «realidad nacional» en el Estatuto y me dijo, sabio centenario, «¿pero cree usted que a mí me interesa eso, joven?. Fui hasta jurado del Premio Andaluz de la Crítica y empecé a descubrir los amaños. Y muchos más pero, sobre todo, Pérez Reverte.
Tres veces me negó. Nueve de la noche. Pregón de la Feria del Libro Antiguo. Yo y Radio Nacional. Hubiéramos flipado si nos hubiera atendido, buena exclusiva, pero nos rechazó. Esperé a que terminara y cuando fue al baño, me puse en el urinario de al lado y lo volví a intentar. Nada, que no quería hablar. Meses después vino a presentar su novela, la última de Alatriste, creo. Todos les preguntamos por la película, claro, y se cabreó. Intenté hacer un aparte con él, pero pasó. 

Herido mi orgullo, en la Universidad daban a conocer un premio de novela. Cuando terminara de deliberar el jurado, entrábamos. Los periodistas se cansaron de esperar, pero yo me quedé. No sabíamos quién estaba dentro. Ni Pérez Reverte que yo estaba fuera. Y ahí lo pillé. No quiso en principio, pero el rector le dijo que «hombre, el chaval, dos horas esperando, déjale que te pregunte» y le saqué de qué iba su próxima novela, una comedia gamberra. No sé si la llegó a escribir. Perdí el interés.