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Porca miseria

La política es como dos cochineras, unos están hartos y duermen; otros tienen hambre y chillan.
Se lo decía un mayeto de 80 años a mi abuelo cuando éste tenía 15 y hacía dinero matando ratas. Le daban dos perras gordas por cada una siempre que tuviera rabo. Se llevaban al depósito municipal, los polis le quitaban el apéndice y las tiraban al mar, así que no valía pescarlas para cobrar otra vez. Los cuerpos se los comían las urtas, las coloradas que entonces abundaban por la zona y dieron fama, porque ahora son de las negras y ésas no valen un duro aunque se vendan pomposas en los restaurantes de lujo.
Tener sed de anís, eso es lo que dice mi abuelo. Y todavía se come dos polvorones en agosto, es comida y nació antes de la Guerra Civil, no se tira nada. Me mira desconfiado cuando le digo que ahora hago noticias de política. “Todos son iguales”, ha comprobado desde 1926 hasta ahora, y si se remonta a la memoria del mayeto, suma dos siglos de España hambrienta, sobre todo de envidia, y de monarcas, republicanos, un dictador, y demócratas con la misma ansia, el poder.
Pertenece a la condición humana, dice, y él también se vio tentado. Fue una semana después de la gran explosión de Cádiz de 1947, cuando hacía el servicio militar. En aquella España de cartillas de racionamiento, Antonio Machín iba a llevar aquella noche sus gardenias y sus angelitos negros a la orilla del mar de los boleros, a una sala de fiestas donde acudían familias acomodadas de veraneantes de Córdoba, de Sevilla, de Badajoz. Pero Machín nunca cantó aquel 18 de agosto de 1947 porque a eso de las diez de la noche oyeron en todo Cádiz un gran estruendo y el cielo se tiñó de rojo. Habían estallado unas minas rusas cogidas a los rojos durante la guerra que allí estaban almacenadas, y de las que se había advertido al gobernador civil de la época, pero nadie hizo caso. Oficialmente murieron 152 personas, hubo 5.000 heridos y 2.000 edificios quedaron dañados.
Lo he leido hoy en el Diario, el 61 aniversario, pero lo que nadie relata es lo que hizo mi abuelo. Iba con su colega el Tranco –a saber de qué venía el mote- y vieron que la puerta de la habitación que alberga los tesoros de la Catedral estaba semiabierta. Entraron y no había vigilancia. Caminaron un rato a la espera de que alguien les hiciera frente, iban vestidos de soldados por lo que encontrarían una excusa. Y entonces vieron una custodia, preciosa, repite diez veces mi abuelo, regalo de un rey, sería Fernando VII, por el tema de la Constitución de 1812 y eso. Y se envalentonan: “¿y si nos la llevamos?”. Los novatos saqueadores piensan cómo transportar tantos kilos de plata entre dos y cómo hacer negocio luego. Mucho trabajo para un gaditano, pensar y coger peso, uf.
“Me acojoné y allí la dejé, el Tranco se llevó uno de los angelitos, hoy tiene que valer un potosí”. “Y dónde iba a meter yo eso, este hombre está loco”, se ríe mi abuela. Pero él sigue con sus pensamientos, mirando el hueco entre la tele y el sofá. Decidió dejarla allí y otros se la llevaron días después. Él, sin tesoro en las manos, corrió delante de la policía pero años más tarde por las huelgas de Astilleros y trabajó años para los americanos en la Base hasta que le dieron cuatro duros de jubilación. “Crisis la que había entonces, hoy tiramos la comida cuando se pasa de fecha”, dice mientras engulle polvorones y a mí me entra una fatiga que me levanto y voy cogiendo la puerta.
“Bueno, abu, no pasa nada, ahí tienes otros tesoros”, me despido mirando el hueco donde mi abuela ha puesto una mesa con los retratos de comunión mío, de mi hermano y de mis primas con caras de mollete de pan. “Pasarán otros 80 años y todo seguirá igual”, imagino que piensa en el ocaso de su vida. Al menos su nieto no recoge ratas, sólo las declaraciones oportunistas de otros ejemplares que dicen custodiar a su pueblo. Porca miseria.