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Una chirigota ¿sevillana?

En los últimos días se me viene preguntando por mi opinión sobre la participación de una chirigota de ilustres sevillanos en el Carnaval de Cádiz. En verdad, nadie se ha interesado por lo que pienso sobre esto, pero a mí me está comiendo por dentro y me da la gana de escribirlo. Vaya por delante mi firme oposición al invento, con tufo a letras de laboratorio y ayuda de letristas de la tierra cuyo ingenio aprovecharon para causas mejor pagadas y volvieron, cuando tuvieron tiempo, como hijos pródigos seguros de que las tablas del teatro les echaban de menos.
Como gaditano militante, tengo miedo. Miedo a la pérdida de identidad y a que estos días se vaya a librar la última batalla de la colonización. Cual leyenda homérica, el ejército invasor escoge a sus mejores soldados, después de que en años anteriores otros hayan trazado el camino, los disfraza con uniformes de la tierra y entran en la fortaleza troyana con la algarabía de los presentes, pueblo confiado e indolente. Para disimular la naturaleza del asedio, las puertas las abren los de dentro, integrados en el enemigo.
Y soy consciente de que no se podrá negar una risa sincera, la expresión más bella, si así lo pide el cuerpo al escucharles. No se puede luchar contra lo que irrumpe dentro. Y soy conciente del talante, fama ganada, de recibir amigable al que llega con buenas intenciones. Que pasen y disfruten de la fiesta.
Pero atentos, que no nos confundan. Que el carnaval no puede, no debe, ser un concurso donde haya ganadores y perdedores. No estoy tan seguro de que eso se entienda, miedo por quienes pueden verlo como una competición y criticarán el resultado por la supuesta envidia de los anfitriones. Porque no pueden ni van a ganar, eso es así, son un show humorístico de invitados.
A mí no me importa que no se entiendan las letras, porque no están hechas para quienes no las sientan. A mí me gusta que se hable del tendero de la esquina, aunque sólo lo conozcan los que allí viven. El carnaval, por mucho que se estudien sus intestinos, no es un producto, es una cultura y eso se mama, se bebe a diario. Y si no funciona en horario de máxima audiencia no es que no valga, es que es lo que es y odio a los que quieren cambiarlo, propios y extraños.
Y desde la distancia, atrincherado en las filas enemigas, observo los aires de conquista que se avecinan. Que son los mejores y van a por el último de los reductos que parecía inaccesible, vencer en el Falla. Y no les va a fallar el aliento de los suyos, que asegurarán no haber escuchado nada igual y aupar a sus elegidos, sin conocer siglos de historia porque no es su cultura y nadie se la ha contado.
Los medios les dedicarán páginas y páginas y alimentarán las expectativas de éxito y destacarán primero, hoy, que supieron congraciarse con el público, pero mañana, ganada la confianza, querrán más, todo, lo venderán como una aclamación, no se habrá visto nada igual, y se sentirán rencorosos cuando digan adiós por una puerta que, entenderán, no se merecían y prometan que volverán.
De los aplausos que reciban, no dependerá lo que será el carnaval. No es para tanto, pero hay que estar vigilante. A mí me gustaría enseñarlo como yo lo aprendí. Que con dos coloretes en la cara ya estabas disfrazao para salir a la calle. Con un concurso de agrupaciones que no era competición. Sin guiones, donde se agradecía la improvisación y no gestualidades ensayadas para buscar la risa como si fuera un sketch. De gente anónima a las que no se les conoce el nombre ni falta que hace, sólo el mote.
Porque de lo contrario, la fiesta pierde su esencia y se convierte en un espectáculo sin identidad, otro más. Y los pueblos son diferentes porque cada uno es como es y no todo tiene que ser igual. Así que bienvenidos, bien recibidos y adiós, con todo el respeto, porque ésta no es vuestra fiesta.

Lucky, no fortuna

Rubio, ¿tienes un fortunita?

De resaca no apetece fumar. Va pasando la mañana y la nicotina va haciendo su efecto, así que cuando salgo a las cuatro de la tarde para el curro voy con un mono que no veo. Tan contento con mi primer cigarrito y escuchando los cascos con el mp4, cuando intuyo que me están llamando. Miro y viene hacia mí una familia gitana, enterita con tos los avios. El chavea canorro me pide tabaco y acepto el impuesto revolucionario que he asumido desde chico.
Los cuarteles de los picoletos siempre los ponen enfrente de las barriadas gitanas, no creo que sean ellos quienes se pongan enfrente, así que conozco la tradición calé. La ley, pa los payos. Del roce también hice amistades. Me acuerdo la vez que después de salir de una discoteca de verano e irnos a un campo a disparar a las palomas con una escopeta de fogueo, llevé de vuelta al Keko a mi casa a desayunar. Estaba el gitano zampando un bocata de mortadela cuando aparece mi madre con bata de domingo y casi le da un infarto cuando lo ve. Es lo que dice mi padre: “éste se hace colega de cualquiera que lo aguante en los bares hasta las tantas”. Y es lo que añade mi madre: “hijo, tú hasta que no se va tol mundo a casa cuando cierran el bar no te quedas tranquilo”. Uno que se preocupa de la gente.
Pues digo que iba tan tranquilo y le iba a dar el cigarro al gitano pidiendo disculpas por no haberlo escuchao, cuando la mama (la suya) no acierta a bajar la acera, pierde el equilibrio y se pega una carajazo calorro pa dejarse tol bigote. ¡Ole mama, que piñazo¡ Confusión, en no saber si me iban a matar allí mismo o dejarme pa luego de arrecoger a la madre. La impulsiva niña de unos 16 años que levanta la mano para zumbarme, los demás que se me van acercando y yo diciendo “oye que yo no he hecho nada” rezando por que la mama no se levantase y me echara a la maldición de su familia encima a la voz de “ay, que malaje el pelirrojo, que ma traío mal fario”. Pregunto por la señora morsa, ¿está usted bien?, y tiro millas que la cosa se pone fea y ponte tú a razonar con el calor que hace. Escapo del cuadro a paso legionario y escucho que me chillan. No mires atrás, no mires atrás, y deja el tabaco que sólo trae cosas malas, me digo.
No lo pasaba peor desde que El Lejía me quitó un balón de marca que me habían regalado con unos ocho añitos. Ahí se interrumpió lo que podía haber sido una carrera meteórica hacia el estrellato y comprendí que la suerte influye en el fútbol.
¿Por qué gusta más de veinte tíos detrás de un balón? Por el componente de incertidumbre, como en las buenas películas. El Cádiz hace unas semanas no pensaba que podía descender, que mal augurio, pero perdió un par de partidos seguidos y hoy se la jugaba a cara de perro. Empezó bien, marcó un gol, pero le empataron y sus rivales empezaron a ganar. A un minuto de certificarse el descenso, por el minuto 95 del descuento, le pitan un penalti injusto a favor. Chillo en el periódico como cuando aquella vez que un gol de Oli en el campo de Jerez nos llevó a primera. Lo vi en codificado mientras daba teletipos.
Una vuelta al guión inesperada. Si lo mete, se salva el Cádiz y es el Córdoba el que baja. El capitán toma el balón y se dispone a tirarlo. Abraham Paz es de la cantera, no conoce más camiseta que la amarilla con la que hace unos cinco años, y gracias un penalti suyo, subió al equipo a Segunda y, después, a Primera. El ídolo. Después metió el gol que eliminó al Sevilla en la Copa del Rey, y sonó para ir a la selección, pero tuvo mala suerte y en otro penalti que decidía si el Cádiz seguía en primera hace un par de años, falló.
Hoy le rondaría todo eso por la cabeza, toda la afición pendiente, tantas ilusiones y sentimientos y miedo de bajar a los infiernos de donde quizá ya no se vuelva, porque el equipo desaparezca por la crisis. El capitán pone el balón en el círculo, respira profundamente, corre, pega y…manda el balón al palo.
Adiós. Lágrimas en los rostros pintados de amarillo, el Cádiz desciende. Amarrillo el corazón, el alma rubia como la cerveza. Hemos venío a emborracharnos, el resultado nos da igual. De este carajazo, hay que levantarse. Con una sonrisa, como siempre hemos hecho.