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Una chirigota ¿sevillana?

En los últimos días se me viene preguntando por mi opinión sobre la participación de una chirigota de ilustres sevillanos en el Carnaval de Cádiz. En verdad, nadie se ha interesado por lo que pienso sobre esto, pero a mí me está comiendo por dentro y me da la gana de escribirlo. Vaya por delante mi firme oposición al invento, con tufo a letras de laboratorio y ayuda de letristas de la tierra cuyo ingenio aprovecharon para causas mejor pagadas y volvieron, cuando tuvieron tiempo, como hijos pródigos seguros de que las tablas del teatro les echaban de menos.
Como gaditano militante, tengo miedo. Miedo a la pérdida de identidad y a que estos días se vaya a librar la última batalla de la colonización. Cual leyenda homérica, el ejército invasor escoge a sus mejores soldados, después de que en años anteriores otros hayan trazado el camino, los disfraza con uniformes de la tierra y entran en la fortaleza troyana con la algarabía de los presentes, pueblo confiado e indolente. Para disimular la naturaleza del asedio, las puertas las abren los de dentro, integrados en el enemigo.
Y soy consciente de que no se podrá negar una risa sincera, la expresión más bella, si así lo pide el cuerpo al escucharles. No se puede luchar contra lo que irrumpe dentro. Y soy conciente del talante, fama ganada, de recibir amigable al que llega con buenas intenciones. Que pasen y disfruten de la fiesta.
Pero atentos, que no nos confundan. Que el carnaval no puede, no debe, ser un concurso donde haya ganadores y perdedores. No estoy tan seguro de que eso se entienda, miedo por quienes pueden verlo como una competición y criticarán el resultado por la supuesta envidia de los anfitriones. Porque no pueden ni van a ganar, eso es así, son un show humorístico de invitados.
A mí no me importa que no se entiendan las letras, porque no están hechas para quienes no las sientan. A mí me gusta que se hable del tendero de la esquina, aunque sólo lo conozcan los que allí viven. El carnaval, por mucho que se estudien sus intestinos, no es un producto, es una cultura y eso se mama, se bebe a diario. Y si no funciona en horario de máxima audiencia no es que no valga, es que es lo que es y odio a los que quieren cambiarlo, propios y extraños.
Y desde la distancia, atrincherado en las filas enemigas, observo los aires de conquista que se avecinan. Que son los mejores y van a por el último de los reductos que parecía inaccesible, vencer en el Falla. Y no les va a fallar el aliento de los suyos, que asegurarán no haber escuchado nada igual y aupar a sus elegidos, sin conocer siglos de historia porque no es su cultura y nadie se la ha contado.
Los medios les dedicarán páginas y páginas y alimentarán las expectativas de éxito y destacarán primero, hoy, que supieron congraciarse con el público, pero mañana, ganada la confianza, querrán más, todo, lo venderán como una aclamación, no se habrá visto nada igual, y se sentirán rencorosos cuando digan adiós por una puerta que, entenderán, no se merecían y prometan que volverán.
De los aplausos que reciban, no dependerá lo que será el carnaval. No es para tanto, pero hay que estar vigilante. A mí me gustaría enseñarlo como yo lo aprendí. Que con dos coloretes en la cara ya estabas disfrazao para salir a la calle. Con un concurso de agrupaciones que no era competición. Sin guiones, donde se agradecía la improvisación y no gestualidades ensayadas para buscar la risa como si fuera un sketch. De gente anónima a las que no se les conoce el nombre ni falta que hace, sólo el mote.
Porque de lo contrario, la fiesta pierde su esencia y se convierte en un espectáculo sin identidad, otro más. Y los pueblos son diferentes porque cada uno es como es y no todo tiene que ser igual. Así que bienvenidos, bien recibidos y adiós, con todo el respeto, porque ésta no es vuestra fiesta.

A pie de bulla

“Ya están aquiiii”. Resuenan redobles de tambores en el horizonte. Tiemblan las ventanas del periódico, al que sólo he tardado en llegar una hora. No hay problema. Me pongo los cascos a toda mecha y a escribir. Si la entrada en mi particular estación de penitencia es complicada y la tarjeta de prensa la podría utilizar para rallar el queso, la salida para coger camino de mi zulo es un milagro. A todo eso hay que sumarle una cojera fruto de mi reciente pasión deportiva, que la gente me mirará y dirá “míralo al pobre cojito, que irá a pedirle a la virgen que lo ponga bueno”. Pues ni por esas me dejan hueco, y venga calle para arriba y venga para abajo con ganas de inmolarme contra cualquier esquina.
Recién estrenada mi sevillanía, me he impuesto leer todas las páginas de periódicos y ver casi todas las retransmisiones de televisión para que el próximo año no me coja desprevenío, que éste me ha venido de sopetón. Me veo chillándole al palio “viva la virgen del ansia, guapa, guapa y guapa” y todo el mundo aplaudiendo mi espontaneidad y yo “si es que, si es que”, con cara de “qué cosa más bonita” y una emosión, y chillo otra vez “viva la jeina de sssevilla” que aquí nadie sabe pronunciar las erre y otra tormenta de aplausos y yo “grasia, grasia, grasia”. Pero eso será el año que viene que aún soy un novato.
Mi referente tiene que ser mi amigo Eduardo, que se ha pasado toda la Madrugá de paso en paso y eran las doce de la mañana y todavía tenía a su mujer dando cabezás en una silla de plástico y aguantando petalás para ver por segunda vez la procesión cuando ha pasado por delante de mi calle. Sobre esa hora me he levantado y a paso de legañá me he ido a comprar el pan y los periódicos. Entonces ha sido cuando me he visto la entaponá y servidor sin desayunar y le he preguntado a este hombre, que dice llamarse Eduardo, que quién pasaba. Y me ha dicho “los jitano” y he pensado “coño, pues menos mal que sólo traigo suelto y he dejado la cartera arriba». “¿Y queda mucho?”, le he preguntado porque desde mi perspectiva solo veía capirotes. “No te preocupes, todavía no ha pasado”. Eduardo esperaba que me alegrase, pero tenemos nociones diferentes sobre el tiempo en semana santa. He vuelto a subir a casa, he mirado fijamente al pan bimbo y me ha dicho “venga, estrénate, si yo no valgo pa tostás; lo ves, compras y subes, si a lo mejor van con camisa de flores y llevan puesto a Camela”.
He puesto el café y he bajado ilusionado. Cuando me ha visto mi amigo me ha dicho “queda poco” y me he quedado por allí, que ya había bajado tabaco. Cada vez que lo miraba me decía “ya está aquí, que ya está aquí” y yo miraba a lo lejos y nada más que cucuruchos. Entonces me ha venido una inspiración divina “ostias, el café” y he salido cojeando y cuando he subido sin aliento ya tengo plan para lo que queda de mañana, limpiar la cocina.
De repente, por mis ventanas ha entrado música, no flamenquito, sino de tambores, y he bajado a trompicones por las escaleras con dos cervezas en la mano, que el Eduardo estaba seco y no he bajado el jamón porque es imposible comprar pan en este barrio, y cuando he llegado a su altura me ha dicho con una lágrima en los ojos “macho, te lo has perdido” y me ha cogido de la mano y me ha llevado a primera fila para que por lo menos le viera por detrás. Tengo que reconocer, no sé si por contagio o qué sé, que me ha impresionado y me he quedado con ganas de verle la cara. No a la rubia que pasaba por delante, no, al cristo. Pero ya era tarde.
Lo de esperar a la virgen ya me parecía estar mucho tiempo para mi pie, me he despedido de mi amigo de la mañana que insistía en que “es la cosa más presiosa del mundo, no te puedes ir” y he subido a casa un poco triste. Un sms. “¿Vienes a ver pasos esta tarde y a tomar algo?”. Anda, si ya pensaba que se había acabado. “Por supuesto”. Yo y mi pie, nos vamos de bulla.

Mi frialdad

Sueño con gran pasión, que vives para mí, como yo vivo, niña, por ti. (Triana)

Este temporal parece eterno. El otro día eché de menos cordones en las botas porque, con el viento que hacía, me hubiese amarrado a cualquier farola. Mi paraguas me suplicaba lo mismo, que lo dejase atrás y continuase sin él. Llegó un momento en el que sólo había varillas sueltas y un cacho de tela que cubría para una oreja. Salí para Huelva, me sorprendió tanta gente a las 7:30 y, por el camino, para algunos me convertí en la atracción. Las chicas que reparten los gratuitos entre ellas. “Qué bonito paraguas”, se mofó con apenas 17 años a todo un gladiador espartano que luchaba contra viento y agua dando brazazos al aire. “A ver si esto te cubre”, todavía sonreía cuando me daba el periódico. “Qué simpática tan temprano”, la miró un gorrión mojao.
Enfrente del semáforo de Plaza de Armas, esperaba una turba de gente recién llegada. 5, 4, 3, 2 ,1 …muñequito verde y se les abalanza uno que se ha levantado con el pie izquierdo o más bien con los dos pies y las dos manos, gateando de sueño, blandiendo un amasijo de hierros. Eso sí, muy digno. A la turba no le queda otra que apartarse y allí se abrió un pasillo entre la marea cual Moisés a costa de no perder un ojo. Ya en Huelva entré en un chino. «¡Quiero el mejor paraguas que tengáis¡». “Peldone”, respondió el único ciudadano con los ojos más pegaos que yo. Y cogí uno negro tan grande que me va a valer en verano de sombrilla y a poquito voy a estar de dejar sin sol a toda la playa. Justo pagando los 12 euros, paró de llover. No ha vuelto a caer una gota. Eso ya lo sabía.
Da igual, ya lo tengo, así puedan venir tornados como el que predijo un compañero del Diario en Cádiz y nunca llegó. Lo de menos fue la psicosis que creó, lo importante fue que dejó un motivo chirigotero más porque, para variar, la peña se lo tomó a flauta. “Hola soy el tornado y no fui por que estaba lloviendo, frio y viento no fuera a ser que me resfriara, pero ojo conmigo ehh”. “El tornado venía pa Cadi, eso es seguro, pero tal y como está aquí el tema del aparcamiento, se dio la vuelta y tiró pa Chiclana”. “Eso no se hace, si se predice, se predice. yo mande a mi suegra a la panaderia del paseo maritimo y la tengo ooootra vez aki”. “lo más paresio que hemos visto en cadiz a un tornao es una lavadora centrifugando…, y sin separar la ropa blanca de la de coló”. Y hubo quien pensó que era cosa del follonero y otros que querían llamarlo “rebequita” .
Las noticias, ya se sabe. Me he pasado mi día libre viendo informativos, de uno a otro. Y me he hinchado de ver pueblos ocultos bajo la nieve, mucha bufanda y hasta a una chica con 16 años que es alérgica al frío, que se tiene que poner hasta inyecciones y se ha tenido que ir de la casa de sus padre en Huelma (Jaén) a una residencia a la Costa del Sol. No se lo ha montado mal la malita, no. Y han puesto también a los linces en cautividad de Doñana, que con tanto frío, dicen que se están echando 80 kikis en 48 horas. “Yo sí, en peligro de extinción, pero al mal tiempo, buena cara”, dirán.
Pero lo que más me gusta de los noticieros son los deportes, que todavía recuerdan el “baño” que le dio el Betis al Sevilla el sábado. Mi padre vino ayer y se le quedaba chica la Giralda de lo ancho que estaba y a cada persona humana que se le cruzaba por la vera soltaba “qué cojones el Betis” sin venir a cuenta. Fuera a ser sevillista y se le escapara.
Mi madre iba a lo suyo. Me había visto en Canal Sur, en una rueda de prensa del PSOE, en la que me habían dedicado un “monográfico” ahí cogiendo apuntes según me lo describió un ex compañero de la agencia, y venía a recomendarme, más bien instarme, luego exigirme y casi obligarme a que me quitase la barba que parecía un sin techo. “Cuando se quite el frío, niña”, la convencí, «que hace un clima casi polar».

On the road

No importa lo duro del camino ni el destino, sólo con quién lo hagas. (Jack Kerouac)

7.30 a.m. ¿Pero qué pasa con los lunes? Sin que sirva de precedente, esta vez he motivado yo el madrugón. Coincide que mi padre tiene que ir a un juicio en Sevilla, de unos que en 1998 (hace dos días) daban licencias técnicas para cacharritos de feria a ton ni son y casi se matan los chiquillos en el gusano loco. Lo acordamos por la noche y ahora me arrepiento. Mientras pienso en momentos similares de tortas de sueño no tan lejanos, voy abriendo los ojos acercándome a la cafetera. “¡¡¡Noooooooooo¡¡¡¡”, me gritan a las espaldas cómo si fuera el día del juicio final y retrocedo ante el espíritu maligno con pitorrillo.
Es el buenos días de mi madre, que se ha autoinvitado al viaje y me avisa de que, en todo trayecto que la lleve incorporada, se desayuna en la carretera porque ella es de no comer recién levantá y ya nos conoce que después le entra hambre y nadie quiere parar y si paramos se queda sola en la mesa porque es de sentarse y el uno se queda en la calle fumando, el otro se arrima a la botella de anís y la falta mi hermano que se quedaría en el coche durmiendo y, como eso es así desde que el mundo es mundo, venga ligero que ya estás tardando. “¡Pero mamá¡”, alego sabiendo el resultado: 1-0 para ella, que juega en casa.
La venta del Pan, premio a la originalidad, se llama donde me tengo que tomar el café y obligatoriamente con tostada, porque para eso vamos a la venta del pan y no a la venta del bollycao. Está en Las Cabezas, a una hora de carretera nacional, y por el camino, a mí lo que menos me apetece es, evidentemente, cantar. Y por sevillanas. Pero qué pasa, que mi hermano, Caín a partir de ahora, ha grabado en una cinta de los chinos el último de los Ecos del Rocío, que van a disco por año como a película Woody Allen, y mis padres se toman cumplida venganza de cuando tuvieron que tragarse lo último, lo primero y lo de en medio de Parchís, Petete, los grandes éxitos de Los Payasos, por mi parte, y Los Pitufos Maquineros y semejantes de Caín. “¿Pero ésta no es del año pasado o del anterior?, todas son iguales”, interrumpo sin éxito; ellos a lo suyo.
Justo cuando juro y perjuro que jamás, y he dicho jamás, volveré a casa de mis padres en los próximos diez años, un puesto de naranjas y enfrente, un bar. Ellos que salen disparados así dejasen dentro al perro, porque la manteca colorá les llama desde dentro como a un drogata su primera dosis matutina. Error. Doble tirabuzón y la cinta, al campo.
Voy atando cabos, y sargentos, la venta del pan está llena de guardias civiles. Según mi padre, eso está prohibido, porque tienen 20 minutos para ir uno y después el otro. Por eso dejan el Patrol camuflado al lado del puesto de naranjas, para que no lo vean si pasan los superiores. “Eso no está bonito, papá, las parejitas tienen que ir juntitas”, bromeo a las 8.30. “Te voy a dar un guantazo que te voy a quitar, de una, todas las gilipolleces”, anuncia antes de las 8.31. Anoto en mi cuaderno mental: toca silencio por mi parte hasta las 9.30 que lleguemos.
Pero un asunto dramático me devuelve al primer plano de actualidad, ya en el coche. Entre los fines de esta aventura, uno primordial, desplazamiento de ropa de invierno. Pero se me han olvidado las mantas. Entre el olvido, de mi exclusiva responsabilidad, sentencian, y que no encuentran la cinta de los ecos en la guantera, «¿dónde coño la habré puesto?», tengo que abrir las ventanas porque la tensión se palpa en el aire. Cualquier comentario puede ser usado en tu contra, anoto de nuevo.
Mi madre es una valiente y suelta: “mira, pero si está la luna llena y es de día”. “Ezo el el zolstizio de invierno, mari, que no ze puede zer más cateta”. E insiste, son 30 años juntos: “Pues yo me voy a montar en el tranvía ése que se ha caido en el chiringuito”, le suenan campanas pero no sabe en qué iglesia. “Será porque no hemos estado 10 años en Madrid y no estarás jarta de montarte en el metro, si hasta vino mi abuela”, dice el nieto de mi bisabuela, esa mujer-cactus que conocí de pequeño y que me pinchaba como si me estuvieran haciendo acupuntura.
Y para rematar, RadioMarca que empieza con que al Betis le han vuelto a meter dos chicharitos y, sobre todo, el peaje de Las Cabezas y el inocente de la cabina que no sabe lo que se le viene. “Son 2,70, caballero”. “¡¡Casi 500 pejetas, pero cómo¡¡” y le veo echando marcha atrás que me da a mí en la nariz que volvemos a por las mantas que están jartándose de reir en la silla.
Pero hay es donde emerge de las profundidades la figura de las madres. Saca las vueltas del desayuno, las deposita suavemente en la mano de mi padre, y templa sus ánimos con un agradable tema de conversación que le tranquilice y le devuelva el humor, con una historia hasta ahora desconocida a mis oidos. “¿Te acuerdas de cuando estaba embarazada de éste y un coche me dio un topetazo que casi me mata”.
“Así se quedó de tonto”, y mi padre ríe y ríe comomun demonio hasta que pasamos el Arroyo de las Culebras, el Guadaíra y el Puente del Quinto Centenario y me deja en mi casa todavía con una sonrisa indisimulable en la cara, que aún le dura cuando les veo a la hora de comer y me cuentan que han estado allí y allá y esto y lo otro y que ya podría haber llegado antes que la tostá la tienen en el deo chico del pie y que no se me ocurra llevarles a un sitio de esos modernos que les apetece comer de cuchara y nada de calabacines, cebollitas caramelizadas, roquefort o semejantes. La próxima, de ida hecho miguitas de pan duro y de vuelta hago el camino andando.

Llámame Monse

Si yo fuera Dios / y tú me pidieras mi vida / quieres saber lo que haría / fijate lo que te digo, escucha, mira / que sin dudar ni un momento / te juro por mí, te juro por Dios / que te la daría (Yosi)

Estudiar en un colegio salesiano ofrece algunas ventajas. Fomenta la imaginación, para camuflar los pecadillos en el confesionario. Si robas en las tiendas de chuches, escoges al cura más viejo y dices muy rápido “me peleé con mi hermano, dije palabrotas, discutí con mi madre y de los mandamientos, el siete”. Avemaría, dos crucecitas y a correr libre de culpa camino otra vez de la tienda.
También tiene una salida laboral de futuro, si le coges afición a eso de ser monaguillo. Por mi casa aún hay una foto de cuando encabecé la procesión de María Auxiliadora, con polito de pico, llevando el incienso. Veinte años intentando hacerla desaparecer y ella librándose milagrosamente de la quema.
Te hace más fuerte, por las continuas peleas entre niños y más salío, porque rezas por ver a una chica. Descubres antes para qué sirven los atributos masculinos que Dios te ha dado y vuelves a desatar la imaginación con qué le habrán puesto a las chicas, esos seres inhóspitos que salieron de una costilla, lo que hacía preguntarme de cuál huevo había salido la gallina.
Y es muy válido también si, ya una vez currando, necesitas infiltrarte en una congregación religiosa y pasar desapercibido. Nos desayunamos una mañana con que De la Vega iba a “revisar” los privilegios que tiene la Iglesia, comenzaba la cruzada socialista. La llamada de la agencia en los madriles no se hizo esperar. “¡¡Queremos a Amigo Vallejo antes de que cante el gallo¡¡”. “¿Vivo o muerto?”, pregunté a los histérica mafia que siempre iba con bullas. Despúes de la campaña que le hicimos para que fuera Papa de Roma, me había ganado la confianza de algunas personas cercanas al cardenal arzobispo de Sevilla, así que me chivatearon por dónde iba a pasearse esa mañana.
Iba a visitar con los obispos de todas las diócesis andaluzas las obras de la Iglesia de El Salvador. Blanco y en fumata, me dije, y salí corriendo a hacer guardia hasta que llegasen los prelados. Casi tres horas estuve, ayudó que en el sitio las cervecerías estaban abiertas, cuando al fondo de la plaza adiviné la llegada de la misiva apostólico romana. Ya había engatusado al parroco, el difunto Juan Garrido, con que iba a hacer un reportaje de lo bien que estaban quedando las obras de la iglesia, y entré como san pedro por su casa.
Mis plegarias imploraban que hubiera cogido el día libre el hermano Pablo, mano derecha del cardenal y voraz inquisidor de periodistas. Pablo, pegado a las faldas del cardenal desde que de crío perdió a sus padres, era el protector de la inmaculada espalda del arzobispo y no dudaba en engancharte por el brazo, hasta que salían moratones, cuando de repente entre la maraña de grabadoras se alzaba una voz, siempre la mía o la de mi compañero de sección, que preguntaba por la eutanasia, el matrimonio homosexual, el trasvestismo, la pedofilia de los sacerdotes y otros temas de inminente excomunión.
A Amigo Vallejo le caíamos en gracia, lo sé, se reía y contestaba, que no es poco entre la jerarquía eclesíastica, y estuve seguro de que si me quisiera casar en la Catedral, iría en la lista antes que las infantas. Aunque mejor dejarlo, tendría que ser con una sevillana y la mitad de mi familia no vendría. Total, le caíamos tan bien, que hasta se rió el día que le puse la grabadora en la boca cuando estaba repartiendo las hostias, obsesión que teníamos con sus declaraciones.
«¿Y tú que haces aquí?, interrogó Pablo nada más reconocerme. “Reportaje de iglesia”, alegué orgulloso como el que tiene inmunidad parlamentaria. Y todo fue divino, con mi casquito de obra entre huesos de muertos que nadie conoce y piedras por los subterráneos de la iglesia, preguntando a cada cura qué le parecía lo de los rojos, «hay que ver con los ateos éstos, van a ir todos al infierno», y dándome la vuelta de incógnito para apuntar en el cuaderno.
El primer susto me lo llevé cuando me llamó el obispo de Huelva, difunto también. “Hermano”, escuché antes de darme la vuelta sintiéndome ya crucificado, «¿sería tan amable de anudarme los cordones, que estoy fatal del reuma”, y allí que me arrodillé muy serio cual beato. Pero fue a mitad de visita, en mi acercamiento al obispo de Córdoba, cuando éste me delató dejando a la vista al fariseo. “¡Usted es periodista¡”, blasfemó en toda mi cara antes de que apareciera de entre las sombras el hermano Pablo para iniciar el juicio final al desalojado. Para cardenal, el que me llevé en el brazo.
Hoy el Papa Benedicto ha nombrado a Juan José Asenjo como arzobispo adjunto de Sevilla, para que vaya facilitando el relevo de Amigo Vallejo cuando éste falte. Ignoro si el chivatazo de entonces, esa profunda demostración de protección al cardenal, ha llegado a oidos del Santo Padre y ha influido en la decisión de nombrarle su sustituto, el coadjutor que se llama.
A pesar del esfuerzo de Asenjo, la noticia con las declaraciones de los obispos andaluces, incluido el cardenal y a excepción del de Córdoba, lanzando improperios contra el Gobierno, acaparó páginas de todos los periódicos, incluido la sección de Sociedad de El País, un terreno inexpugnable hasta el momento. Mi particular Código da Vinci desembocó en una subida de sueldo, aunque limosna sería el término correcto.
Fuera como fuese, la relación con monseñor Amigo Vallejo, monse para los amigos, no varió y siguió contestando agradable a nuestras preguntas sobre todo tipo de perversiones humanas y mundanas, y así sigue haciéndolo. Al fin y al cabo, también los periodistas somos hijos de Dios, del dios Baco claro.

Cámaras, luces.. mariposas

Este blog cada día está más colorido.

Hoy no cabía una sombrilla en la playa, literal, a pesar del levantazo. Se nota que han llegado los vikingos. Respeto y quiero que respeten mi burbuja, diez metros de distancia por lo menos a cada lado, por detrás y por delante, y nada de chiquillos mojados pasando cada dos por tres empapándome el periódico. El levante me pone de los nervios.
Me pongo a andar, lo menos diez minutos, y doy con un terrenito semivacío. Aterrizo, desplego el Marca, me pongo el mp3 con lo último de los Lori Meyers y soy feliz. Con el sopor, me quedé dormido, y al levantarme, el marca ya iba por Betanzos, provincia de A Coruña, y no estaba solo en mi espacio.
A menos de cinco metros habían posado a mi lado un par de chavales, fornidos, de ésos de anuncio de yogur, aceitosos, aunque uno rapado, con barba y sin depilar, en plan oso. Empecé a sospechar por la manera en que se ponían protección solar el uno al otro, con unas manazas que se llegaban a la espalda ellos solos fijo si quisieran. Yo me despellejo vivo antes.
Llaman al móvil, una amiga. “Dónde estás”. “Ya he llegado, en la playa”. “¿Dónde siempre”. “No, hay mucha gente, un poco más adelante”. ¿Cómo más adelante, para el hotel”. “Sí, pero no creo que esté mucho tiempo”. “En la zona gay ¿no?, voy para allá”. Me cuelga sin que pueda preguntarle ¿cómo que zona gay? Sabía lo de los bares, ¿pero también hay reservados en la playa? Miro para los lados, esta chica se ha confundido, aquí solo están ellos y yo, no tiene pinta de… bueno, qué más da.
Ya el otro día intenté quitar una pestaña de dentro de un ojo, una cosa nueva que he aprendido, y me soltaron “pero vaya soplo mariquita, más fuerte que así no va a salir nunca”. La próxima tiro la casa, como el lobo, y tiene que ir a buscar la pestaña, la pupila y hasta las cejas donde el marca.
Todo esto me ha recordado la primera vez que me acosté con un tío. Era universitario, ya se sabe, y en primero de carrera nos mandaron a hacer cortos de cine por grupos. La temática general de los pijos de la clase era el rollo de drogas, sexo y rock’n’roll, pero como eso lo teníamos muy visto, quisimos hacer algo gracioso. Y allí que Reyes, hoy pincha del Jackson, se inventó una historia donde se sacase partido a que, de diez, dos eran pelirrojos.
‘No nos comemos ná’, título de aquella joyita que gracias a los dioses hoy estará descatalogada, comenzaba con Santi despertándose, apagando la radio, mirándose en el espejo del baño, comiendo cereales en el salón, todo un coñazo hasta que aparecía mi dedo de llamar a la puerta en primer plano. Conmigo ya en escena, es tontería negarlo, la trama ganaba en acción porque yo, con mis gafas pasti y mis patillas pelúas, le decía a Santi eso de “oye, vámonos por ahí a ligar, ¿no?”
Música muy fuerte, roquerita, cortinilla de estrellas y ahí que se nos veía a los dos demonios coloraos camino de la facultad de Farmacia. Primero lo intentábamos, ya no me acuerdo si él o yo, con una estudiante, la Susana vamos, pero llegaba el novio, el Jose vamos, y se iba con él. La siguiente escena era en un parque, nos acercábamos a dos tías y eran lesbianas. Qué lote se pegaron. La tercera en la cola del cine Avenida, yo le daba un cachete en el culo a la Tere, ella se daba la vuelta y le pegaba la hostia al Santi. Ésta la repetimos unas cuantas veces, con la guasa, hasta que sendos mofletes estaban a punto de estallar. Y en la cuarta, le entrábamos a una tía de espaldas y al darse la vuelta era un tío, el Juanjo, que era un hevilongo al que le habíamos puesto faldas.
El relato volvía al principio, al mismo cuarto donde se había despertado Santi, pero al sonar el reloj se veía un bulto a su lado que, segundos más tarde, sacaba la cabeza para dar a conocer su identidad. El bulto era yo, claro, con cara de vaya nochecita, Santi sonreía, me cogía de la cabeza y volvíamos a meternos bajo el endredón. La historia terminaba con un primer plano de nuestros pies haciéndose arrumacos y la canción what a man loves a woman.
Pero lo verdaderamente sustancioso de aquello fue el making of. Como con todo en la facultad, los trabajos se terminaban tocando la bocina, y en el caso del corto no iba a ser para menos. La escena de cama se grabó a finales de junio, en un cuarto cerrado para que la luz no deslumbrase a la cámara, y con dos tíos en calzoncillos que tenían que meterse sudaos debajo de un nórdico a darse apretujones. Si hubiera sido con una tía, así hubieran puesto la calefacción si quieren, pero en el caso que se nos presentaba, ni a mí ni al Santi nos hacía mucho chiste aquello. “A mí ni me roces”, “te podías haber duchado tío” o “echa para allá el aliento que me vas a poner moreno” fueron de las frases más románticas que se dirigió la pareja las cerca de dos horas de pasión mientras el “equipo” se descojonaba.
Ni siquiera cedimos a quitarnos los calcetines para la escena de los pies. Ni locos iba a haber contacto corporal y allí si hacía falta se moría uno de calor por el séptimo arte, pero con los calcetines puestos y las burbujas intactas.
“Ya estoy aquí”, por fin algo de presencia femenina. “Me parece genial, si se quieren, que más da, que se besen aquí en la playa o donde quieran, hacen una pareja superbonita”, decía la loca de mi amiga. Sigo sin entender cómo alguien puede acostarse con un tío. Antes con un nido de abejas que con mariposas, pinchan menos, pensaba yo a todo esto.

Apu, ¿y ese pinchito?

Si quieres comer un chuletón con una cerveza fresquita, no vayas a un restaurante indio.

Tenía antojo de coquinas con un vinito blanco frío, qué rico, pero un lunes ya de julio, escasean los bares abiertos. Ya me había pasado por la mañana con las ganas de comer pollo asado. ¿Y donde cenamos?
Al indio de Lasso de la Vega. Nos recibe un amable hindú, sin turbante, y sin bichas aparentemente por alrededor. Su espiritualidad le hace andar sosegado, sin alteración en el paso. ¿Me contagia?, en mi primer día de vacaciones aún es pronto para estar tan relajado, liberarme del estrés acumulado durante el año. Y tengo hambre, así que acelera Apu Panduri que ni dios, cualquiera de ellos, te salva de que te pegue un bocao.
Para empezar, mal andamos. Como Homer, sin cerveza pierdo la cabeza. No hay nada con alcohol. Aunque Asha Miró, bellísima aun sin su sari, me dice que te dejan traerlo de la calle. Si lo hubiéramos sabido antes me encajo allí con la litrona. Pero como dice mi madre, “si del cielo caen limones, hijo, a hacer limonada”. Pido una sin. La alternativa es una mezcla de yogur con leche de cabra, que se me adivina algo pesadote para una noche de esas de ola de calor, antes llamado verano.
Soy durito para esto de las experiencias exóticas, reconozco, viene de crianza. Mis padres en los bares son de gazpacho y caracoles. Ole. Pero me dejo llevar y poco a poco voy entrando en ambiente. Elegimos, mejor dicho, elige que no entiendo ni papa: pollo tikka masala, gambas korma, pan y mucho arroz blanco.
Ya no me importa que tarden horas en servir, tratan a la comida con mucho cariño, y me entretengo con lo que piden los recién llegados. Caigo en la cuenta de que no hemos reparado en elegir el nivel de picante, ‘no picca, picca o picca que te cagas’ que venía en la carta.
Espero que mi amigo Apu Panduri no se chive al cocinero de cuando he cogido la carta de la mesa de enfrente una vez retirada las nuestras y que él minuciosamente ha vuelto a poner en su sitio, meticuloso y tras echarme una mirada de reprobación casi parental, de las de “para que coges esto si sabes que no es tuyo”. Me veo abriendo la boca como los dragones pero al revés (inhalando aire en vez de exhalando fuego), y agitando la muñeca mientras estiro el otro brazo buscando mi sin caliente.
Nos sirven. En India, la comida que no tenga algún tipo de especia, por mínima que sea, es considerada un plato indigno. El arroz y el curry son sus pilares fundamentales. Y de eso nos vamos a hinchar. Como la sabia guía acompañante, mezclo el arroz con el pollo y la salsa. Impresionante. La torta de pan, que los vecinos llenan como si fuera un kebab, riquísima. Las gambas vienen con espinacas y un toque de yogur. Qué mezcla de sabores. Me siento un rajá con un precioso rubí.
Con el estómago lleno, todo se ve mejor. Al terminar, a mi particular Apu le faltan diez euros a devolverme. Pero ya nada es capaz de alterar mi karma, caigo en que acabo de empezar mis vacaciones y tras las disculpas de su majestad la tranquilidad interna, me despido. “Gracias, me ha tratado usted como a una vaca”.

Sin reservas

¡Terror en el hipermercado¡ ¡Horror en el ultramarinos¡
Cuentan que, por la crisis de los transportistas, en el Mercadona sólo quedan las verduras, las remolachas y los aguacates que servidor no sabría distinguir de un melón. Previsor, el lunes fui a por provisiones y llené la nevera con jamon york y queso, base elemental de la dieta mediterránea. A mí me van a coger desprevenío, vamos.
Esta semana sólo pienso en un antiguo compañero de piso, cuanto menos peculiar. Ya había vivido unos meses con dos gays que eran pareja y no me había enterado (tengo un sueño muy profundo) cuando apareció este chico de Jaén. Y con la aparición estuve viviendo casi dos años sin saber si estaba en su cuarto o no, tan silencioso era, y sobre todo sin descifrar un misterio que merecería un ratito del Iker. El chaval había pagado los meses de julio y agosto con el compromiso de tener la reserva para septiembre, y pasaba el mes sin que por allí se distinguiera con su presencia.
A mediados de octubre, estaba viendo la tele con mi otro compañero, cuando de repente escuchamos la llave en la cerradura y la eterna ausencia tomó forma. Dijo hola y se metió en su cuarto. Hasta mañana.
Pasaron los días y las semanas sin que nos echara cuenta, hasta que mi compañero normal me contó lo que había visto en el zulo del señor incógnita. No era un cotilla, el lavadero estaba dentro del cuarto. Nada más y nada menos que catorce garrafas de agua de seis litros, lo que viene siendo, multiplicando, el pantano de los hurones.
Y pasaron los meses y las garrafas, lo mismo que bajaban, volvían a reponerse, sin que le viéramos nunca hacer la compra y sin preguntar por el sentido del almacén. Como con todo enigma sin resolver, empezaron las hipótesis.
¿Será bombero? ¿Será una planta? ¿Será una sirena? ¿O una ballena? Dos años pasaron y nunca nos atrevimos a desvelar la identidad secreta de Aquaman. Hoy al menos me consuela saber que no estará seco y que si el agua no llega a los grifos, tengo un amigo-embalse.
Y de reservas, corporales, una duda. Si caminamos hacia la igualdad, ¿por qué los miembros no podemos mear en los cuartos de los baños de las tías si está libre y las miembras se meten en los nuestros y reímos la gracia?
No vale lo de que cualquier esquina es buena. Al riesgo de los cubos de lejía desde el tercero, se une que los baños de los tíos no siempre son accesibles. Al que no va a mirarte la dote, se le unen otras razones mundanas muy de bares y discotecas. “Toc, toc, ¿hay alguien?” “Ocupado” “¿Vas a tardar mucho?” “¿A que vienes, a regar la pastilla o a meterte nieve”. “Esto, a mear”. “Entonces vete a la calle, gilipollas”.
Por todo ello, ¡igualdad de miembros, ya¡. Y para los membrillos también, que nadie los quiere y se van a quedar solos en la frutería. Si alguien los diferencia de un limón o un pomelo, que no es mi caso…

Moneda al aire

El reparto de tareas es básico en una familia. Y en un periódico. Pedir voluntarios para una rueda de prensa sobre financiación autonómica a las 5 de la tarde, a minutos de que juegue España, no tiene precio. El silencio, como cuando el viento arrastra matojos en las películas del oeste. Dos redactores y un solo destino. Un duelo al sol decide al elegido para el consejo de Gobierno de las una, o la cita sin nombre.
¿Cómo lo resolvemos? Que decida la suerte. «¿Qué quieres?» “Yo al rey”. “Vale”. Confío en la cruz, siempre sale, y sonrío. Arriba, vueltas, la atrapo, abro la mano mirando la cara del compañero que se va a comer el marrón y …”el juancar, la madre que lo…”
El recurso es fácil para decidir ante la duda. Que te gustan dos chicas, cara o cruz. Que te gustan tres, al mejor de cinco. Que te gustan todas, tienes que tener el monedero lleno, de billetes.
Hay un juego de cartas en el que asignas a cada rey un nombre de chica. El de oro es la guay, la que te mola; el de copas, la chica para una noche, claro; el de espadas, la que no sabes si sí o si no, y el de bastos, un callo malayo. Vas echando cartas y te quedas con la que complete la serie. Es una variante del solitario, y tanto.
Con un compañero de La Razón con el que iba para la convo, la baraja la hubiéramos tirado al río. Nos encontramos en el bus y mientras dudamos si Griñán no va a poner café y pastitas, va entrando cada una para ponerle un piso en el centro.
No tenemos confianza, y seguimos hablando con el cuello torcío sobre cuánto va a durar nuestro castigo por pringaos y si vamos a poder ver la segunda parte. Al bajar, resumimos las mejores jugadas y compartimos el resultado: quién hará la selección para que las tías más buenas estén en Sevilla.
El primer día que llegué a esta ciudad, a unos meses de los 18, mi padre me metió en una residencia de estudiantes para hijos del ilustre cuerpo. Unos de los veteranos, Jesús, de Donosti, me dijo “aquí están las mejores pibas”. Yo, aún escéptico, dudé “normal, hay más gente, por lo tanto más tías y consecuentemente más tías buenas”. Él, maestro ante un imberbe saltamontes, me avanzó un “chaval, tú no has visto nada”.
Me lo confirmó un colega de Vadallolid (me cuesta el acento castellano). El Pitu vivía en Dresde (Alemania) y vino a pasar unos días para la feria. La primavera altera la sangre y lo que no es la sangre. Se frustró porque no le daba tiempo a archivar a todo lo que se movía, muchas se le escapaban a su disco duro. Ni con cámara de fotos le daba tiempo y se fue con síndrome de Stendhal.
Tan sensible a la belleza, rojo o negro, como en la ruleta, aquí siempre ganas. Salvo que la moneda caiga de canto y ruede huyendo hasta la alcantarilla.